De la importancia que tuvo el profesor Alonso Zamora Vicente en los comienzos de mi vida profesional

Encuentro homenaje al profesor Alonso Zamora Vicente en Malpartida de Cáceres los dáis 11,12 y 13 de noviembre de 2016, organizado por Antonio Viudas Camarasa.

 

En la introducción a mi Memoria de Licenciatura El habla de Zarza de Granadilla expreso el papel decisivo que desempeñó el profesor don Alonso en el comienzo y culminación de dicho trabajo. Él fue el único profesor  con el que conecté, entre un elenco en el que figuraban Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Adrados; y otros que no recuerdo. Me animó a escribir dicha Memoria y, después de presentada, tal vez cuando fui a despedirme de él,  me preguntó si me gustaría ir a Irlanda del Norte, a la Universidad de Londonderry, como Lector de Español; con la Dra. Elizabeth Keating, a quien había conocido en la Universidad, cuando preparaba su tesis doctoral, sobre las afinidades del mundo de Valle-Inclán y el de los escritores irlandeses del Abbey Theatre de Dublín. Ni que decir tiene, que acepté encantado y agradecido.

     Mi vida en Londonderry fue grata; pero el trabajo, muy duro, como contaré más adelante. Yo había estudiado francés, y de inglés no sabía nada. Pero conocí a un grupo de estudiantes extranjeros, que se reunían con compañeros de estudio nativos para practicar el inglés. Me aceptaron encantados en el grupo.

     Al poco tiempo de empezar las clases, apareció por el Departamento de Español un profesor irlandés, que había estado en Galicia estudiando las relaciones entre gallegos e irlandeses en su pasado celta. Provenía de Donigall, a pocos kilómetros de Derry, pero ya perteneciente a Irlanda del sur. A partir de entonces, venía los fines de semana y con su coche recorríamos ciudades y parajes de ambas orillas del país; lugares que, de otra forma, quizás no hubiera conocido. Al año siguiente llegó, proveniente de León, Margarita, que se incorporó al grupo, revelándose como una gran correcaminos, cuando escalábamos montañas y otros parajes a pie. Acabaron casándose y teniendo hijos, que conocí a través de fotografías, que me enviaron a Italia años después.

     En lo que respecta al trabajo, ya el primer año Elizabeth me pidió que diera clases de gramática y literatura, hasta la Generación del Noventaiocho. Acepté, pues para mí era más estimulante, que limitarme a las prácticas de lengua, propias de un Lector. El Departamento de Español fue tomando forma y, no recuerdo en qué momento, nos dieron vía libre para solicitar cuantos libros creyéramos convenientes. Sin ninguna restricción. Debo aclarar que en la Biblioteca sólo poseían las obras de teatro de Lope de Vega.

     Entre tanto, comenzaron las hostilidades (precisamente en Londonderry) entre ingleses e irlandeses. El conflicto se precipitó y el Bloody Sunday (Domingo Sangriento) hubo varios muertos (entre los manifestantes irlandeses) en un enfrentamiento, famoso en la época, tanto que mis padres temieron por mi vida.

     Al margen del trabajo universitario, seguía desarrollando la poesía visual. Con Fernando Millán colaboraba siempre que me lo pedía, Pero, aun así, me sentía aislado del grupo, lejos, en otro mundo. De todas formas, fue una época de gran entusiasmo y energía creadora.

     Al siguiente año estuve a punto de marchar a Pisa, donde Zamora Vicente había colocado a un condiscípulo, Manolo Ariza. Jorge Urrutia me informó que dejaba el puesto. Pero Elizabeth se sintió tan perdida, que volví a Irlanda, renunciando a la nueva posibilidad.

     Este segundo año me sentí más integrado; ya conocía los pros y los contras. Pero me faltaba la vida cultural de Madrid, y los amigos. Y temía que el puesto, que había quedado libre en Italia, lo ocupara algún otro. Pero no; terminó el curso y el puesto seguía libre. La alegría fue inmensa. Aunque el curso fue sobre ruedas, y cada vez me sentía más integrado con el clima, el paisaje, los amigos…, me faltaba la vida cultural que había dejado en Madrid. Y que esperaba recuperar, enriquecida, en Italia.

     Sin embargo, el primer año en Pisa fue decepcionante: en algún momento me hizo añorar Irlanda. Como había un elenco de profesores suficiente en el Departamento de Español (tres profesores italianos, dos profesoras españolas, y una portuguesa), mi trabajo se limitaba a las clases prácticas de conversación. El Director del Departamento era Guido Mancini. Con los profesores me llevé bien desde el principio; pero no hice amistad verdadera con nadie. Me habían buscado alojamiento en una casa con una familia, que tenía como inquilinos a otros estudiantes. Pero no me comunicaba con ellos.

     El siguiente año me alojé en un semisótano, que había comprado la madre de uno de los profesores. Frente a mí, vivía un estudiante (Lorenzo Pallini) que, ya el primer día, me invitó a ir a un concierto en una iglesia románica, comprada por el Ayuntamiento para usos culturales. Desde entonces fuimos a muchos conciertos y actos culturales con otros amigos y amigas.

     Los fines de semana, me dedicaba a conocer Italia en aquellos trenes de cercanías (que tanto llegué a amar), que recorrían constantemente el territorio italiano. Conocí ciudades y paisajes. Y también conocí a representantes de la poesía experimental de las principales regiones. Pero con el que más me identifiqué fue con Adriano Spatola y su compañera Giulia Nicolai, que acababan de trasladarse, desde Turín de donde procedían, a un terreno con casa de campo, cerca de Bologna, si mal no recuerdo. Allí publicaron mi libro de poesía experimental Corriente Alterna.

     Con el paso de los años, me fui alejando del grupo de poesía experimental, y también de don Alonso, pues el viaje de Pisa a mi pueblo se hacía interminable. Con pesadas maletas llenas de libros, debía cambiar de tren en la frontera con Francia. En Barcelona mi hermana me pedía que parara unos días con ella. Al llegar a Madrid, nuevo cambio de la Estación del Norte a Atocha. De Atocha a Plasencia. De Plasencia a mi pueblo en autobús. Y siempre largas esperas entre un sitio y otro. Llegaba roto, extenuado. Y no volví a detenerme en Madrid, ni ver a Zamora Vicente. Los viajes en barco y en avión que realicé desde Irlanda (y desde Italia las primeras veces), no volví a repetirlas por causa de una lesión de oídos, estando en el Seminario de Plasencia.

     Para terminar, narraré brevemente mi relación con Arrabal. Una alumna (creo que fue el penúltimo año de mi estancia en Pisa) quería escribir (el equivalente a) la Memoria de Licenciatura sobre Fernando Arrabal. Como el profesor Mancini no sabía nada de literatura moderna ni contemporánea, me preguntó si quería ayudarla. Por supuesto, respondí que sí. Yo había leído varias obras de Arrabal y había asistido a un juicio que le hicieron en Madrid, no recuerdo con qué rocambolesca acusación. Le escribí, desde Pisa, con una relación lo más completa posible de su obra y de la crítica; le explicaba el motivo y le preguntaba si estaba completa o si había que añadir algo más. Me respondió amablemente que estaba bien, y nos invitó a ir a Matera, al rodaje del film El árbol de Guernika. La chica se excusó, porque quería escribir su trabajo; pero yo acepté encantado.

     El rodaje fue dramático por motivos que sería largo de explicar; pero importante también. Ante todo, porque me permitió conocer una parte bellísima de Italia que desconocía: Matera, Alberobello, Bari, Lecce, y las ruinas de Metaponto, entre otros enclaves. Matera, una ciudad con varios niveles, que el río había excavado: el más bajo, con insondables cuevas prehistóricas; el de los monasterios excavados en la roca, con pinturas tardorromanas; el de las casas excavadas en la roca, con la fachada hecha con sillares labrados; y la medieval-renacentista.

     El último año en Pisa, me llamaron de Zarza, pues mi padre se moría; aunque luego tardó un mes  en morir. Volví a Italia para terminar el curso lo mejor que pude; pero sabía que aquel era mi último año en Italia. Además la situación política se estaba deteriorando; mientras en España, tras la muerte de Franco, el país parecía lleno de optimismo.

      En cuanto a Zamora Vicente, no volví a verle. Los viajes desde Italia eran demasiado dramáticos (como habían sido los de Irlanda): si viajaba en avión, sufría terribles dolores de oído; si venía en barco, tenía mareos agónicos. decidí ir y venir siempre en tren. pero los viajes eran interminables: trasbordo en la frontera; parada en Barcelona, para ver a mi hermana que me reclamaba; trasbordo para Madrid, de la estación del Norte a la de Atocha; en Plasencia, el autobús de Zarza... Con lo cual, no volví a ver a don Alonso. Y la amistad se diluyo.